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7 álbumes que lo pueden cambiar todo.

Recorro mi particular camino de baldosas amarillas con una mochila cargada de libros sencillos, de  relatos inciertos y en ocasiones desconcertantes, que me obligan a tener un pie descalzo siempre en mi niñez. Porque la literatura infantil y juvenil es polifónica, es exigente, íntima y real. Es el dedo que recorre tu espalda desnuda y provoca sobresaltos. La literatura infantil y juvenil es, sobre todo, literatura, el arte de la palabra, de la dicha y de la escuchada, de la leída, de la que transforma la vida y se compromete. Es así. No podría existir de otra manera. Es lo que me enseñó «Habría qué…» (Thierry Lenain/Oliver Tallec. Editorial: Kókinos), cuando me encontró.

La literatura infantil y juvenil debe ser consecuente y audaz, provocadora. No puede pasar de largo como si nada. Si lo hace, ni siquiera pudiéramos considerarla literatura. Las revoluciones están para derribar muros, sin importarnos el tamaño del ladrillo. Es lo que me enseñó «Sueños de volar» (Teresa Afonso/Fátima Afonso. Editorial: Kalandraka), cuando me encontró.

La literatura infantil y juvenil no es ni infantil ni juvenil. Es para el que necesita reconocer el valor de los cuentos y las bellas historias y como éstas, nos enseñan que los caminos están repletos lobos hambrientos, dispuestos a engatusarnos y mostrarnos callejones sin salidas. Es lo que me enseñó «La niña de rojo» (Aaron Frisch/Roberto Innocenti. Editorial: Kalandraka), cuando me encontró.

La literatura infantil y juvenil debe hacernos cosquillas, hacernos sonreír. Somos lo que reímos; y seguro que nuestro espíritu y nuestro cuerpo nos lo agradecerá. Es lo que me enseñó «Todos patas arriba» (Pablo Albo/Viviana Bilotti. Editorial: La Guarida Ediciones), cuando me encontró.

La literatura infantil y juvenil debe enseñarnos el nombre de los colores, lo necesarios para dibujar arco iris infinitos y casas con enormes ventanas abiertas. Los colores que iluminan lo que hacemos, que manchan a la gente que queremos y que nos ayudan a ser nosotros mismos. Es lo que me enseñó «Martin Gris» (Zuriñe Aguirre. Editorial: Fun Readers), cuando me encontró.

La literatura infantil y juvenil debe ser valiente, audaz, decidida, para hacer de espejo constante y para el lector no pierda nunca la referencia de lo que es. Hace que vivas en equilibrio, en conexión permanente contigo. Es el mejor punto de partida para relacionarte con los demás. La literatura infantil y juvenil nos recuerda que el faro somos nosotros y el acantilado nuestra alma. Es lo que me enseñó «Yo voy conmigo» (Raquel Díaz Reguera. Editorial: Thule), cuando me encontró.

La literatura infantil y juvenil debe ser el antídoto del miedo, un salvavidas, una baliza en medio de la tormenta. Porque el miedo es el peor compañero de viaje y enfrentarse a ellos implica poseer una buena dosis de arrojo y, además, sentirse querido. Es lo que me enseñó «Los miedos del capitán Cacurcias» (José Carlos Andrés/Sonja Wimmwer. Editorial :NubeOcho), cuando me encontró.

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