Como narrador sé que es así.
Escuchar cuentos nos hace más sabio. También nos sana. Lo hace porque nos sitúa ante nuestro mundo interior. No escuchamos al narrador o a la narradora. Ellos son el vehículo para que seamos capaces de conectar nuestros sentidos para percibir el más mínimo susurro en el lugar más recóndito de nuestro espacio íntimo.
Como narrador sé que es así.
Quiero que el público se centre en mí, pero no que me recuerde. Busco que recupere aquella experiencia que les hizo que llorar o reír, bailar o brincar sobre el fuego.
Quiero que escuchen mis palabras, pero que no me memoricen. Deseo que ellas sean el motivo para desencadenar un tsunami de otras «palabras especiales». Aquellas que nombran a las personas que más amas, a las que echas de menos, a las que te gustaría darles un abrazo o alejarte de ellas.
Quiero que amen la literatura, pero que no me imiten. Ansío que rompan los cárceles de párrafos y frases obligadas, para descubrir, cuando le toque a cada uno, el placer de la lectura reposada.
Quiero, por encima de otros motivos, que el público descubra con mis cuentos, que las palabras pronunciadas desde el corazón, tienen muchísima más fuerza que otras que se utilizan para golpear.
Quizás sea éste el motivo que una madre, un padre, un docente, una amiga, sea para ti la mejor narradora que hayas conocido: porque es capaz de escucharte, mirarte, dejarte decidir y abrazarte.