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¿Enseño las ilustraciones mientras narro?

¿Qué hago con las ilustraciones? ¿Las enseño mientras leo un cuento? ¿Enseño las ilustraciones mientras narro? Un comentario recurrente y una pregunta que aparece a menudo en los encuentros con docentes.

Algunas referencias

Hay investigaciones que apuntan que la actividad cerebral responde casi de la misma manera cuando se lee una palabra a cuando se escucha.

Leer o escuchar historias de fresas o plantas aromáticas, por ejemplo, hace que no solo intervengan las zonas del cerebro responsables de descodificar esas palabras y llenarlas de significados, sino que «se activan en nuestro cerebro áreas que nos permiten identificar esas palabras con sus olores» (https://www.inmajimena.com/storytelling-en-nuestro-cerebro/). Lo mismo ocurre con palabras que tienen que ver con el movimiento, que estimula aquellas partes relacionadas con el sistema motor.

Así que, cuando estamos contando un cuento de manera conveniente y convincente, el público que vive y siente la historia lo hace porque su cerebro no deja de interpretar lo que escucha y de poner en marcha los mecanismos relacionados con los sentidos y las emociones, entre otros. 

Por eso, podemos ponernos en lugar de los personajes y sentir empatía.

Podemos sentir pena por Frankenstein sin estar a su lado; o miedo al cruzarnos con el conde Drácula aunque no hayamos visitado nunca Rumanía; o pavor si Jack Torrance nos persigue por los pasillos de un hotel, aunque nunca hayamos estado en las montañas de Colorado.

Por ejemplo…

Quien está escuchando un cuento, está formando parte de la historia.

Cuando narro una historia, en mi preparación y estudio, soy consciente de todo aquello que dejo de contar de manera explícita, para que el oyente complete. Es una de las maneras que tengo de hacer partícipe al público.

También lo hago en las descripciones, dejando muchos espacios en «blanco».

Un ejemplo muy sencillo. Yo puedo decir: «Conducía un Renaut 5 blanco, con varios roces en el lado derecho, con el espejo del retrovisor izquierdo resquebrajado y una de las ruedas traseras torcidas». También puedo contarlo de esta manera: «Conducía un viejo y pequeño coche utilitario, destartalado». 

En la primera opción no hay mucho margen. En la segunda, cada oyente puede imaginarse un coche diferente, su coche, sin que varíe de manera sustancial el significado del relato.

Otro, quizás más simple. Si cuento la historia de una bruja y la describo excesivamente, además de aburrir, les estoy diciendo a todos que «piensen» en una bruja en concreto, en la mía. En cambio, si simplemente menciono que voy a narrar lo que le ocurrió a la bruja Pirula, cada uno de los presentes, dibujarán mentalmente su propia bruja. 

Cuando empiezo diciendo «esta es la historia de un niño que un día dejó de hablar», no tengo porqué describir al niño, aunque yo lo sepa todo de él.

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Muy pocas veces y cuando la tarea o la situación de aprendizaje o las características del alumnado lo requiere (como un alumno con dificultades auditivas), muestro las imágenes mientras leo o narro.

¿Las enseño mientras leo un cuento? No. No, suelo hacerlo. Prefiero dejar que el cerebro de cada niño actúe libremente, creando las imágenes mentales necesarias para interpretar la historia a su manera y no a la mía.

¿Qué hago con las ilustraciones?

Si algún alumno me pide que le enseñe las ilustraciones, simplemente le comento que luego podrá leer el libro él o cogerlo en la biblioteca de aula. 

Si me piden en medio de la narración que les muestre los dibujos, les comento que lo haré después de terminar de contar el cuento: «escuchar un cuento es como un regalo, solo tienen que recibirlo y escuchar, luego podrán verlo».

Para leer

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